a pocos días del comienzo del tiempo nadie tenía reloj, ni los átomos viajando a millones de años luz de velocidad, ni las estrellas que nacían en intensas explosiones galácticas ni los astros que se multiplicaban en segundos. arriba de uno de estos astros viajaba un niño, ese niño encontró la forma de eludir estas explosiones y escombros espaciales manejando el astro a su voluntad y procurándose un viaje inolvidable se apartó a los confines más alejados del universo, donde ya no encontraba obstáculos en su camino y por lo tanto se aburrió de seguir avanzando. allí se estancó y se preguntó cuánto tiempo habría pasado, horas, días, meses, años... esta incógnita se convirtió entonces en su leit motiv. se sentó a pensar al respecto y a ingeniar una forma de poder medir el tiempo, ¡ya lo tengo! derrepente exclamó al infinito y empezó a contar uno, dos, tres... y con cada número que contaba, un paso daba, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro... novecientos ocheinta y dos... mil cuatrocientos cuarenta y nueve... diez mil setecientos uno... veinte mil... cuando se acercaba a los veintiunmil pasos se dio cuenta que se había dado una vuelta entera y llegado al mismo lugar, allí se sentó y se maravilló al encontrar frente a sus ojos un planeta muy hermoso hecho de agua y reflexionó: un planeta se demora en nacer lo que yo me demoro en dar una vuelta a la luna... con una sonrisa en su rostro el niño siguió caminando en distintas direcciones dibujando figuras a su andar y cada vez que terminaba se encontraba con nuevos planetas, estrellas y constelaciones. Cansado y viejo de dar tantas vueltas llegó al lugar de origen y al no encontrar nada nuevo pensó: el universo se demora en nacer lo que mi vida en apagarse.
5.10.07
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